En medio del ruido de las bombas, el silencio de las ciudades arrasadas, o el polvo gris, siempre hay alguien que decide mirar de frente y contarlo.
Periodistas de guerra.
Con una libreta, una cámara o un micrófono se adentran en territorios donde la vida pende de un hilo. Su labor es mucho más que informar: es tender un puente entre la tragedia, en primera línea y quienes la observamos desde la distancia.
El valor de estos reporteros y reporteras no radica solo en exponerse al peligro, sino en sostener la mirada cuando todo invita a apartarla. Narran lo que ocurre en los hospitales saturados, en las casas destruidas, en los caminos de quienes huyen. Nos muestran lo que la violencia quisiera ocultar: que detrás de cada explosión hay personas con nombres, historias y sueños. Vidas truncadas.
En tiempos de saturación informativa y noticias fugaces, su trabajo es un acto de resistencia contra el olvido. Son testigos incómodos que nos recuerdan que la guerra no se reduce a cifras, que la vida cotidiana también se rompe con cada disparo.
La sociedad necesita estas voces. Porque gracias a ellas podemos comprender, aunque sea de lejos, lo que significa vivir en medio del conflicto. Y porque, en última instancia, su presencia en los frentes de batalla es una forma de dignidad: la certeza de que alguien está allí para escuchar, para registrar y para impedir que la verdad sea enterrada bajo los escombros, para contarlo.
Porque si nadie lo contara, la guerra sería aún más cruel: sería INVISIBLE.